Una reciente encuesta a altos ejecutivos del sector reveló que los principales riesgos para las operaciones mineras en Chile son la mitigación de sus impactos sociales y ambientales, por un lado; y la descarbonización de sus fuentes energéticas, por otro. Los resultados dan cuenta de un importante cambio de paradigma en la industria, que pavimenta el camino para avanzar de forma colaborativa en ambos ámbitos.
El escenario es disímil al de hace unos años, donde aspectos como la seguridad y la productividad estaban en la cima de la lista de prioridades. No cabe duda de que la competitividad actual y futura estará dada por la capacidad de responder a la mayor demanda estimada para las próximas décadas, pero bajo un nuevo estándar que minimice la huella de carbono sin incrementar el uso de recursos naturales como el agua.
La gran minería ha destinado importantes esfuerzos en los últimos años para minimizar el consumo de un recurso clave, el agua dulce, y esa experiencia demuestra, primero, la capacidad de innovación de la industria. Pero, por otro, refleja que aún hay un importante margen de mejora en términos de colaboración, con miras a consolidar una actividad no solo con impactos acotados, sino verdaderamente verde.
Así lo exige el escenario que enfrentamos: la humanidad se enfrenta al que posiblemente sea su mayor desafío en la historia, el cambio climático, con la apremiante meta de evitar el incremento global de las temperaturas y sus dramáticas consecuencias. En ese contexto, la minería se encuentra en un momento crucial, que va mucho más allá del “producir más con menos impactos”. Se trata probablemente de un proceso más profundo, que derivará en una nueva forma de concebirse a sí misma y operar.
A su favor, el incremento en la demanda será asimilado de forma más lenta por la oferta, con lo cual los precios debieran tender a aumentar, aún más allá de los confortables niveles actuales. Esto, le permitirá abordar con cierto margen inversiones en materia de sostenibilidad que requerirán de un volumen mayor al actual. Por ejemplo, la adquisición de maquinarias que utilizan combustibles alternativos (entre ellos el hidrógeno verde), implicará mayores costos de operación y también por la adopción de tecnologías de punta.
Desde el ámbito de los servicios de consultoría e ingeniería, asumimos un doble rol. El primero es el de soporte y respaldo, similar al de las primeras evoluciones tecnológicas del sector hace más de 30 años, sólo que en esta ocasión la velocidad requerida para esta transición será evidentemente mayor. El segundo, es contribuir con una nueva mentalidad que esté a la altura del nuevo y desafiante escenario actual en materia social, ambiental y económica. De ahí que la colaboración sea un imperativo.
La industria ya está asimilando esta necesidad y prueba de ello son los compromisos públicos en reportes de sostenibilidad, en foros y seminarios, así como la implementación de planes de acción que se hacen cargo de ellos. El Gobierno también ha avanzado generando políticas nacionales con una mirada de futuro. Sin embargo, estos esfuerzos por separado son incipientes e insuficientes para asegurar una exitosa Transición Energética a la velocidad que se requiere. Debemos articular estos esfuerzos, avanzar de manera conjunta y abordar los desafíos y oportunidades de mejora conjunta.
Evidentemente, habrá empresas e instituciones gremiales y gubernamentales que liderarán el proceso, lo cual no es solo natural, sino positivo. Nos ayudarán a abrir caminos y a demostrar al resto que es posible. Todos jugarán un rol que, en mayor o menor medida, será relevante. Desde los servicios de consultoría e ingeniería, este radica en asumir de forma proactiva el papel de agentes de cambio, transmitiendo una visión de sostenibilidad en cada uno de los proyectos, trayendo desde otras latitudes conocimiento y experiencias que agreguen valor e incluso implementando nuevas soluciones tecnológicas para una exitosa transición.